La cultura no está en peligro. No puede estarlo. No goza de buena ni mala salud. No está en sus mejores momentos ni en los peores ni decae por falta de riego ni tiene de qué presumir. La cultura no es el culto ni el Ministerio de Cultura (como el arte no es el artista). No está sujeta a podas o cataplasmas ni depende de gobiernos, centros cívicos, mecenas o voluntarios. Ni siquiera depende, si a eso vamos, de la suerte. La cultura, simplemente, es inevitable.
La cultura no es más importante en tiempos de crisis, ni lo es menos. No hay elección. No es un lujo ni un exceso, es la expresión inevitable del simio erguido que somos, la conclusión preceptiva de nuestra existencia. Si el aire es lo que inspiramos, la cultura es lo que expiramos. Lo queramos o no. No depende de permisos, aliento, obstáculos o instancias. Ver la cultura como un objeto que auxiliar es debilitarla y debilitarnos. No hay que salvar la cultura ni salvar a nadie de ella. Aun el gobierno más tecnocrático acogerá, sin querer, a un infeliz con el brazo largo que alcanzará el caudal común y lo verterá en forma de rima, haciéndolo propio. La cultura no puede prohibirse porque no puede evitarse. Un hombre piensa y el planeta cambia un grado su trayectoria, un idiota cuenta un chiste y otro, listo de repente, pierde un diente, una niña junta dos pinturas y descubre un color nuevo, el gañán del disco pub hace crujir los nudillos al ritmo del bajo…
La cultura no es un regalo ni un favor, no es accesible ni inabordable. Es lo que somos, lo que nos constituye. De lo que estamos hechos. Si la ceguera no niega la luz ni el hartazgo el alimento, ¿en qué podría inquietar la ignorancia a la cultura? La cultura es el torrente invencible que aplasta el sarcasmo. No hay rey en el mundo de quien dependa ni gobernante que pueda imputarse su defensa (salvo que tenga el acierto de hacerse a un lado). Ni quien se aplica en sortearla la elude ni quien la busca puede inventarla, sólo ser parte de ella; como las tierras de los indios, no se descubre: se encuentra. Es el modo en que interpretamos el mundo, es su contorno. El resultado de adentrarse en el corazón de la existencia y también la mirada esquiva, la comprensión de uno mismo y el modo en que ésta se derrama como un sumario para que empape la alfombra. Es la sombra de las cosas, la luz que arroja la sombra y la cosa misma. El cínico que no escucha ni escribe ni ve ni piensa ni dice ni ama, silba.
No hay que salvar la cultura, no es necesario. No hace falta protegerla. Basta con no molestar.
(Artículo originalmente publicado en el diario ABC
el domingo 27 de octubre de 2014).
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